lunes, 18 de octubre de 2010

Desaparecida II


Ángela no sabía qué hacer. Pensó en llamar a la policía. Sin embargo, no llegó a decirlo. Le pareció muy exagerado. Lo más probable era que se hubiera quedado hablando con sus compañeras y no se hubiera dado cuenta de la hora.
−Voy a ver si María ha llegado.
María era su vecina de abajo y la dueña de la cafetería donde trabajaba Daniela. Ángela salió a la escalera sin importarle ir en pijama y bajó todo lo rápido que sus cortas piernas le permitieron. Era un edificio antiguo y pequeño, sin ascensor y con una iluminación bastante tenue. Sólo había una puerta en cada piso y cuando llegó frente a la del primero tocó al timbre. Cuando se abrió la puerta se encontró con una gitana bajita y regordeta que llevaba su oscuro cabello recogido en un gran moño. Era Samara, una amiga de María.
−Hola, ¿qué ocurre? – Los ojos de color caramelo de Samara se entrecerraron al ver lo alterada que estaba la mujer. Ángela supo que toda la escalera se había enterado del saludo de su amiga, pero eso era lo que menos le importaba en aquel momento. Le pidió que le dijera a María que saliera y Samara entró en la casa con una mueca que mostraba su deformada y amarillenta dentadura.
Tras unos segundos, ambas mujeres salieron a la puerta. Ángela les contó lo que ocurría. María abrió sus pequeños ojos verdes y se tapó la boca con la mano.
−El sábado me dijo que esta sería su última semana y hoy se ha ido un poco antes de la hora.
Ángela estaba desconcertada. Fue a decir algo, pero unos pasos apresurados a su espalda le hicieron girarse. Era Carlos.
−He encontrado una nota en su habitación –miró a las dos mujeres que se asomaban a la puerta y luego se dirigió a su esposa con un fuego en los ojos que la asustó un poco−. Ven, será mejor que la veas.
«Sé que os lo debería haber dicho antes, pero me daba miedo que me convencierais de que no lo hiciera. Me voy. Por favor, no me busquéis. Estaré bien.»
−¿Ves lo que has hecho? –Carlos empezó a gritar, pero Ángela no escuchaba. Su niña se había ido y no sabía por qué, ni a dónde, ni cómo. ¿Iría con alguien? Tampoco entendía porque su marido la culpaba de ello.
−No llores, mami –Carlota se había acercado a su madre y la había rodeado con sus pequeños brazos.

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