viernes, 19 de noviembre de 2010

Nunca es tarde

Cuando murió su mujer, Alejandro creyó que él moriría también. Pasó meses encerrado. No quería ver a nadie. No comía y a penas dormía. 
Cesar, su hijo, iba a verlo todos lo días. Quería que se fuera a vivir con él y su mujer, pero Alejandro se negaba una y otra vez. Poco a poco, consiguió volver a llevar una vida más o menos normal. Aunque nunca logro superarlo, al menos jugaba con sus nietos y hablaba con algunos amigos.
Cesar insistía en que necesitaba un cambio de aires y finalmente le convenció de que hiciera un pequeño viaje. Iría a pasar unos días en la playa. Cuando llegó el día de partir, Alejandro se echó atrás, pero Cesar le subió al autobús y le dijo con una sonrisa que no quería verle hasta la semana siguiente.
Cuando el autobús paró en un pueblo, subió más gente y se sentó junto a él una mujer bajita, de cabello cano y ojos marrones. Alejandro no tenía intención de hablar con ella. Apoyó la cabeza en el cristal y se quedó mirando al infinito.
-Hola, me llamo María -La señora empezó a contarle que ya había hecho tres viajes de ese tipo. Le explicó que cuando su marido murió ella se había sentido liberada de las ataduras. 
Al parecer nunca le había querido, se casó con él porque sus padres le obligaron. Alejandro se sorprendió de que eso todavía ocurriera y sintió lástima por ella. 
Hablaron durante el viaje. Hacía tiempo que Alejandro no se sentía tan a gusto con otra persona. Cuando bajaron del autobús, los dos conocían la historia del otro casi tan bien como la propia.
Pasaron toda la semana juntos. Hablando, comiendo, riendo, bailando... El día de volver se acercaba.
-Vente conmigo -le pidió Alejandro. María se lo pensó unas milésimas de segundo que a él le parecieron eternas, pero acepto.

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